Por Diego Alonso

A Hans Christian Andersen, inspiración lejana de esta historia.

Reencontré la caja de música bajo el montón de archivadores y papeles de la habitación, cubierta aún por el velo de polvo gris con el que se mezclaba el suave color de su porcelana. Hacía muchos años que la había dejado ahí, junto a la estantería, y en todo ese tiempo no me había preocupado por ella en absoluto, relegándola a un injusto olvido, tras tantos y tantos días obsequiándome con el armónico baile de sus figuritas y el candor agradable de sus notas. Probé a abrirla y descubrí, no sin cierta satisfacción, que todavía funcionaba. Sonreí mientras la cerraba. Al abrirla de nuevo reparé en las figuras: sumergidas en su propio y romántico vals, un joven soldado, de uniforme rojo, charreteras de bronce, cabello rubio y dos puntitos claros por pupilas en mitad de un rostro ligeramente azulado abrazaba por el talle a una joven que no parecía tener más de dieciséis o diecisiete años, con un vestido blanco de novia sobre el que se cruzaba, en la espalda, un lacito rosa. El cabello castaño le caía en bucles por la nuca y su cara, al igual que la del soldado, rezumaba alegría; un par de ojos negros y muy brillantes relucían por encima de la línea rosa tendida bajo la nariz que era su boca. En fin: una melancólica estampa de cualquier pareja de baile del siglo XIX.

No me acordaba dónde había comprado la cajita o si se trataba de un regalo que alguien me había hecho. De lo que no me había olvidado era de la melodía: una modesta adaptación, tocada con los acordes de un xilófono, de la “Gymnopédie nº 1” de Erik Satie. Me fascinaban las tenues y emotivas notas salidas de la porcelana. Eran, además, muy apropiadas para la danza de las figuritas.

Volví a cerrar la caja para abrirla por tercera vez. Lo hice despacio, saboreando el momento en el que sonaban los primeros acordes y podía ver a las figuritas iniciando su giro. Pero, para mi sorpresa, las notas del xilófono parecieron averiadas en esta ocasión, distorsionadas, como si, de repente, las pilas hubiesen dejado de funcionar. Observé la cajita con detenimiento. Tras dos o tres minutos mirándola de arriba abajo no encontré ninguna tara. La música seguía, estridente: alguien que arañaba la pizarra en una clase de colegio.

Iba a dejarla encima de la cama, y esperar a que la melodía se apagase por sí misma, hasta que me detuve en las dos figuritas. Lo que vi me dejó desconcertado: la joven ya no tenía el semblante risueño con que disfrutaba de su vals, sino que se le contraía en una mueca de terror y angustia, el gesto de quien se despertara súbitamente de una pesadilla.

Cerré los ojos y conté hasta tres. No podía ser, me dije. Aquello debía tratarse de una ilusión, sin duda, un efecto óptico producto del cansancio que se acumulaba bajo mis párpados. Los abrí. La “Gymnopédie nº 1” continuaba chillando de forma tan desesperada como hacía un minuto. Regresé a la mujer de porcelana; los ojos se le salían de las órbitas, presa de un pánico que yo no entendía; en sus mejillas, pálidas, resbalaban lo que me parecieron gotas de sudor. Seguí observándola hasta reparar en un detalle que había pasado por alto en primera instancia: las manos del soldado que sujetaban la cintura de la joven. Lejos de hacerlo como antes, en aquella dulce caricia, ahora la atenazaban  igual que si fueran pinzas de hierro. Sentí el golpe de un latido en el pecho, casi como si me lo hubieran golpeado con un puño. Después abrí la boca y ahogué un alarido de horror: en el otrora rostro gentil del soldado –las guías rubias del bigote, el tono azulado de la piel- se dibujaba una expresión desconocida por imposible, por inimaginable. Las pupilas rojas se clavaban en las de la muchacha mientras que los dientes se apretaban, furiosos, contra los labios, como luchando por salir de ellos. Ya no era el rostro de un inocente veinteañero: estaba más cerca de la cara que uno asociaría a un demente o un asesino.

Dejé caer al suelo la cajita de música, petrificado. Tenía las manos crispadas y, por un instante, sentí cómo un frío desconocido congelaba mi cuerpo. La porcelana se diseminó en mil pedazos, esparcidos por el parqué del vestíbulo. Salí al pasillo. Y cuando llegué al salón y me arrellané en el sofá, cogiendo una manta para cobijarme debajo de ella, un silencio denso y profundo, como una prolongada nota de música, se deslizó hacia mí desde la puerta entreabierta de la habitación.

8 comentarios en «La caja de música»
  1. Buenas,

    Me encantan los textos que te hacen pensar. Esos que cuando terminas, crees haber entendido el mensaje del escritor. Digo crees, porque a menudo las certezas invaden las dudas, cuando es justo al revés cuando el ser humano se muestra más inteligente. La interpretación. El arte: ¿Transgresor? ¿Comunicador? ¿»Cuestionador» de la realidad? ¿Inductor del pensamiento? Cuando leemos o cuando observamos un cuadro o una foto entre muchas de las otras expresiones del arte, nos gusta pensar que hemos llegado a conectar con el artista, que nos hemos metido en su cabeza, o, más bien, que el artista a logrado atraer nuestra mente a la suya. Que «lo hemos entendido». Cuando no se sale con esas sensaciones, mucha gente suele pensar que el texto, el cuadro o la foto eran vacuos, malos, arte de baja calidad. Creo que deberíamos ser más auto-críticos, sin abandonar nuestro ego, y repartir culpas: no hemos sido capaces de comprender, y quizás el autor no fue capaz de atraernos. ¿Quién no se ha encontrado en el callejón de la pregunta del otro observador? Ese ¿lo has entendido? que presupone que solo hay una forma de entender el mensaje y que te pone en la tesitura de «o coincido o haré el ridículo». Bien, pues yo aquí, no sin antes felicitar al autor, diré lo que he entendido: este texto habla, para mi, del tránsito que hay desde la sinrazón del amor inicial a la sinrazón de la violencia de género del final. El texto te llama, te hace continuar sin terminar de saber por donde van los tiros. Es un gran texto. Y al final, ¡¡PAM!!, te llega el mensaje, pretendido o no. Desconozco si el autor pretendía transmitir eso, pero es lo que yo entendí.

    Un saludo

    1. ¡Hola, Perezoso! Bueno, me alegro de que hayas sacado esa conclusión del texto (y, sobe todo, que te haya gustado). La realidad es bastante más sencilla: me surgió una idea sobre poder escribir un relato corto de terror y no hice más que desarrollarla… Pero tu interpretación sobre él está muy bien, por supuesto. Y muy original. ¡Gracias, amigo! Un saludo.

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