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Recién comenzado el partido (y digo recién), el desarrollo del juego se ajusta milimétricamente al plan de cada entrenador. En el caso de Simeone, los últimos entrenamientos han servido para repasar los apuntes del curso, de los últimos cinco. La transcripción no es literal, sólo espiritual: “Esperamos a que vengan. La presión la marca Gabi, pero sin volvernos locos, ya saben, no jodan. Y cuando ellos tomen aire, les volvemos a apretar el cuello. Robamos, salimos volando y regresamos con la misma velocidad. Que se desarmen ellos, que piensen ellos; nosotros ya lo tenemos todo pensado. Y cojones, claro”.

Zidane, algo huidizo en los últimos días, ha esperado hasta la víspera para comunicar a los futbolistas su idea. La reproducción es leal, pero no fiel: “Se esperan que dominemos y que tomemos la responsabilidad del juego. Si lo hiciéramos el Atlético se sentiría muy cómodo, agazapado a la contra. Bien, pues les cambiaremos el paso. Les entregaremos el balón. Que lo jueguen, que pasen, que se preocupen ellos de nuestro contraataque. Les recordaremos que nosotros vamos ganando; diez a cero si hablamos de Copas de Europa. Y pelotas, claro”.

Al cumplirse los primeros treinta segundos, el balón sólo ha avanzado medio metro, impulsado con cierta desgana por Griezmann a la orden del pitido inicial. Transcurrido un minuto, el reluciente Adidas Finale Milano sigue exactamente en el mismo sitio. El Real Madrid bascula en su campo y el Atlético aguarda en el suyo, atentísimo a los ajustes.

Al cuarto de hora estamos en condiciones de sacar las primeras conclusiones: el juego no es lucido (no es), pero la limpieza es digna de mención. Ni faltas, ni protestas. La pulcritud, aunque encomiable, no tranquiliza al árbitro. Tampoco el público parece muy relajado, especialmente el sector madridista mayor de cuarenta años (los otros todavía mensajean a través del móvil: «partidaz0», «espectáculo», emoticonos…). Entre los hinchas atléticos, calma general. Las decisiones del Cholo se cuestionan poco o se justifican fervorosamente: no es mal resultado, se la va a jugar en los últimos cinco minutos y, además, así nos aseguramos que el árbitro no nos va a perjudicar; está bien pensado.

Una parte de la grada, por pura broma, comienza a soplar en dirección al balón, incluso los que ya han soplado mucho. A falta de otro entretenimiento, le contesta la parte contraria. Qué tontería, dicen los escépticos. Qué barbaridad, suspiran los expertos eólicos. Sin embargo, diez minutos después el balón se inclina dos grados y se acomoda en la estrella de su mejilla derecha.

El hecho es tan sobresaliente que se repite en los videomarcadores. Observado el prodigio, la reacción de la gente es la esperada: sopla más fuerte. Al poco, el contagio es colectivo. Sopla el árbitro, por hacer algo, soplan los entrenadores por no ser menos y soplan los futbolistas; los del Atlético sin descuidar las marcas.

Hasta que ocurre lo inesperado. De repente, en mitad de la tempestad de bufidos, sopla el viento y marca gol. No diré en qué portería. Y no es por falta de voluntad. Es porque no soy adivino.

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