Buscando a Dory.

En fecha sin determinar, el cine infantil decidió dar una vuelta de tuerca, en paralelo, y al mismo tiempo, que los perversos diseñadores de ropa deportiva. Un mal día, las películas de dibujos renunciaron a la excelencia (divertir por igual a niños y porteadores) y se concentraron en la originalidad psicoanalítica. El resultado son algunos productos alucinógenos como Rompe Ralph (Tron en el mundo de Candy Crush) o, en mayor medida, Del Revés, una supuesta aventura en los pliegues de la personalidad de una niña con tendencia a la depresión. Es obvio que tan avezados creadores, proclives a hacerse terapia en 3D, se han olvidado de un factor esencial: a estas películas se acude con niños, con la íntima intención, además, de que se estén quietos durante 90 minutos.

Buscando a Dory es el último ejemplo de esta deriva interior. La historia del pez payaso que se extravía en el océano (Pulgarcito acuático) ha dado paso a un secuela que incluye el Alzheimer en la vida de los peces cirujano y que nos plantea, al mismo tiempo, el miedo a la libertad de un pulpo con siete brazos.

Resultado: los niños se inquietan, lloran por momentos, abandonan sus asientos y pisotean al indefenso progenitor, que, despojado de toda dignidad, se acuerda sin parar de Santa Dora la Exploradora, esa gran mujer.

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