Si fuéramos coherentes (lo somos poco) recogeríamos del suelo los pedazos de nuestro corazón y nos enamoraríamos inmediatamente de Froome. Si fuéramos razonables (apenas lo somos) estaríamos en el desván buscando sombreros para descubrirnos en cada repetición. Fue soberbio lo que hizo. Cierto es que tuvo ese punto desmadejado que le acompañará siempre, levemente cómico hasta que descubres que va muy en serio. No se recuerda un descenso así, sentado sobre la barra y pedaleando, probablemente porque hay una contradicción geométrica en esa postura: por más que observamos no encajan las medidas del ciclista y de la bicicleta. Más que un bicampeón del Tour, Froome parecía un concursante en busca de un récord extravagante. Hasta que de pronto entendimos que aquel equilibrista era en realidad Fosbury o Panenka, un genio en plena invención.
Pero no desviemos la atención de lo esencial: lo que importa es el salto, no si saltó como una rana. Nada más coronarse el último puerto, Froome se arrojó ladera abajo. Aprovechó la mínima distracción de Nairo al agarrar un bidón y estiró esos pocos metros hasta convertirlos en un puñado de segundos y quién sabe si en un Tour de Francia. El tiempo no es relevante, pero el golpe es sustantivo. Nos consolábamos pensando que, aunque Froome era el más fuerte, no era el más listo. Nos gustaba decir que calculaba mal y que bajaba peor. Así nos pasábamos las tardes de verano hasta que una de sus flechas nos ha atravesado el corazón. Puto Cupido.
Tus crónicas de ciclismo son obras de arte. Ahora intentan imitarte, dentro de poco te estudiarán. Gracias!