Contador se estrelló, otra vez, contra el mal fario.
Contador se estrelló, otra vez, contra el mal fario.

 

Carece de sentido que el deporte, actividad querida pero ajena a nuestra intimidad (por llamarlo de algún modo), tenga el poder de estropearnos un buen día o de arreglarnos uno pésimo. Tal cosa no debería sucederle a personas casi maduras, coherentes a ratos y relativamente sensatas. Esto es lo que me repito, sin éxito apreciable, para recuperar el ánimo tras la caída (enésima) de Alberto Contador. La experiencia, además, me dicta que lo peor está venir: le harán placas, descubrirán algún hueso roto y me quedaré sin chapa de Cinzano para proseguir la Vuelta.

A los menos iniciados en mi persona (y circunstancias) les diré que mi pesimismo es impostado y no tiene otro objeto que ser desmentido por la realidad. Tengo por seguro que si enuncias algo con suficiente firmeza y lo colocas en el primer párrafo no sucederá nunca. Ya saben aquello de que cada vez que hacemos planes se escuchan carcajadas en el cielo. Imaginen la reacción del cielo ante las proyecciones por escrito.

Entre mis convicciones sin fundamento manejo otra teoría improbable, aunque hoy precisamente me resulte más cierta (mis cosas): la acumulación de desgracias se acaba compensando con un golpe de suerte. El problema, en este caso, es que la vida paga con el retraso de los ayuntamientos. Esa esperanza será la que me haga soñar con un Contador sin secuelas, chapa y pintura, herido únicamente en su orgullo y más valeroso que nunca. Y con esa misma ilusión, o parecida, imagino victorias de Luis León Sánchez burlando a los sabuesos que se lo comieron esta vez. Pensarán ustedes que bebo demasiado Cinzano, pero es por las chapas.

 

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