Chris Froome.
Froome eligió esta foto y la colgó en Twitter. La del puño.

 

No es relevante que Froome le ganara la etapa y la bonificación a Nairo Quintana, qué son cuatro segundos, una pérdida insignificante con tanto por disputar. Lo importante es cómo lo celebró, la rabia con que lo hizo, el braceo en el aire y el puño derecho en alto. Ese gesto, casi una haka neozelandesa, tiene más valor que el tiempo y araña más que el cronómetro. Es probable que Nairo, que llegó justo detrás, se pregunte todavía qué es lo que ha perdido para que su enemigo crea haber ganado tanto: sigue líder, con casi un minuto de ventaja, y su equipo exhibe la fortaleza que desea cualquier aspirante. Sin embargo, hay algo preocupante, y no me pregunten qué es porque no consigo distinguirlo dentro del puño de Froome.

Horas después, el vencedor en Peña Cabarga compartía en las redes sociales la imagen de su triunfo, una fotografía espectacular, casi un logo, pero mostrada como si fuera la prueba definitiva de una victoria fabulosa conseguida en una cumbre mítica. Y es hermosa la subida, digna de acampar en la cumbre, no pretendo decir lo contrario, pero convendrán conmigo que carece de suficientes kilómetros y de la necesaria leyenda, por mucho que a Froomie le traiga buenos recuerdos.

Hay algo que Froome vio o sintió y que a nosotros se nos escapa, algo que podría ubicarse en sus piernas, en ese invisible que los ciclistas llaman «sensaciones», aunque más seguramente sea algo que le evitaba y que ya tiene en su mano, en su puño concretamente.

 

 

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