Edward Hopper.
Edward Hopper y sus pinturas inquietantes.

 

Para Álvaro, Leire & el pequeño Ignacio,

 con aprecio.

 

 “No confíes tu secreto ni al más íntimo amigo;

no podrías pedirle discreción si tú mismo no la has tenido”.

Ludwig van Beethoven.

 

Por Diego Alonso

Apenas había dormido bien desde la mañana en que se lo habían comunicado, como mes y medio o dos meses atrás. Cada noche, a la hora de acostarse, cuando sentía el jadeo entrecortado de ella crujiendo bajo las sábanas, se sumía en una vigilia de ojos abiertos y boca reseca que lo mantenía sobre el edredón sin conciliar el sueño, como un sonámbulo, hasta las primeras luces del amanecer. El corazón le golpeaba con fuerza y de las sienes le brotaban pequeñas gotas de sudor. Los tres dedos de whisky nunca resultaban suficientes. Y no podía echar mano de los tranquilizantes, pues, cada vez que la idea se le pasaba por la cabeza, una trémula voz interior, pequeña y débil como el timbre de una campanilla, le susurraba al oído que aquello era demasiado peligroso.

Se preguntó si albergaba alguna sospecha. No lo parecía, desde luego, pues seguía comportándose igual que siempre. El mismo tono de voz, la misma mirada cariñosa, las mismas caricias.  Sin embargo, él sí se notaba a sí mismo diferente, cambiado. Ahora se precipitaba mucho al tomar las decisiones, se irritaba con frecuencia, perdía el control de los nervios. Ella permanecía inalterable, monolítica, impasible. ¿Intuiría algo?

Abrió la ventana para acodarse en el alféizar, y contempló la oscuridad de la noche, salpicada por los triángulos luminosos desprendidos por las farolas. Hacía frío: algunas bolsas y papeles se revolvían en las aceras, empujados por el viento. La calle se hallaba completamente abandonada. Giró la cabeza para mirarla otra vez, los ojos cerrados, el cabello disuelto sobre el almohadón, y sintió la duda punzándole, pertinaz, reiterativa: ¿y si ella…?.

Se repitió para sí que esa duda se formulaba en base a suposiciones carentes de un fundamento sólido. Pero, de todas formas, le extrañaba que, en todo ese tiempo, no le hubiese preguntado la razón de por qué ahora llegaba con tanta fatiga y cansancio todas las tardes, por qué ahora siempre prefería quedarse en el piso los fines de semana y no salir, como habían hecho siempre, por qué ahora venía comiendo tan poco en las últimas semanas.

Tanto silencio alrededor le enojaba. Por otra parte, ¿quién podía haberle hablado de ello? A él no se le había escapado nada pues, desde el momento en que lo supo, se había dicho a sí mismo que ése sería un secreto que habría de llevarse a la tumba. No había hablado de ello con nadie, ni con los compañeros de trabajo, ni con los amigos de la cafetería. Nada. ¿Entonces? ¿Cuál era el motivo de tanta incertidumbre? En realidad, era un asunto que no la concernía en absoluto, pero no quería contárselo, ni ahora ni después. Eso era todo. Y ahora estaba asumiendo la magnitud de las consecuencias.

Se sentó en el butacón donde colocaba la ropa para el día siguiente, justo al lado del cristal. Durante un interminable minuto no hizo sino observarla con detenimiento, interesado en los contornos sugeridos entre la bruma procedente de afuera. De repente, en medio de aquella opresiva pausa, una idea le cruzó la mente, sustituyendo las preocupaciones anteriores: ¿y si ella también le ocultaba algo? En doce años jamás había tenido secretos para él. Nunca. Si de algo estaba absolutamente seguro era de que conocía perfectamente a quien dormía a su lado. Pero… ¿y por qué no? ¿Acaso no podía ella tener algún secreto? ¿Y si detrás de ese comportamiento tan convencional, tan irreprochable, tan escrupuloso escondía algo que él no debiera saber?

La pregunta le multiplicó el sudor en la frente. Ahora la veía un poco mejor: el cuerpo perfilado a contraluz, la curva blanquecina del rostro semioculta por las sombras, el fino destello de la esclava en el nacimiento de la mano. La duda regresó, incómoda. ¿Podía ser?… No, afirmó, no debía albergar tantos motivos absurdos para la desconfianza, si ella, a su vez, y como le venía demostrando desde hacía tanto tiempo, tampoco los había tenido con él. Pero…

Respiró hondo mientras se derrengaba en el cuero de la butaca, los ojos posados en la mujer desconocida que dormía enfrente suyo. Así permaneció durante tres, cuatro, cinco horas más, en silencio, casi sin respirar apenas, esperando a que le secase el sudor de la frente, hasta que una fina línea de luz atravesó la ventana y le presentó la certeza de un nuevo amanecer.

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