La caballería polaca contra los Panzer nazis. Mito o no tanto.
La caballería polaca contra los Panzer nazis. Mito o no tanto.

El Real Madrid hubiera agradecido, en ciertos momentos, que el partido sin voz fuera también un partido sin imagen. El corte, de poder elegir, habría durado cuarenta minutos, los que van del gol del belga Vadis Odjidja-Ofoe (bonito nombre, aunque poco pegadizo) hasta el que consiguió el francés Moulin, dos chutazos para enmarcar. En ese tramo, el equipo de Zidane se dejó avasallar por un rival sin público y sin aspiraciones clasificatorias. Nada edificante, como pueden imaginar.

Cierto es que el empate de Kovacic alivió la situación y que un disparo de Lucas Vázquez al travesaño, casi en el último suspiro, pudo haber dado otra voltereta al resultado. Pero no se puede vivir colgado de los milagros. Especialmente cuando se tiene un equipo pensado para evitar sustos y, mayormente, si ganas 0-2 a los 34 minutos.

Ahora, lo más probable, es que se culpe a Zidane de conducción temeraria: el 4-2-4 (BBC+Morata) se sostuvo durante apenas media hora, el tiempo que los de arriba cumplieron con sus obligaciones: bajar para defender o para ayudar en la creación. Diré, en descargo del entrenador, que aquello fue bonito mientras duró.

El problema es que el derrumbe de ese plan abrió frente a los jugadores polacos una estepa por la que poder correr. Y corren mucho los polacos. Su espíritu ofensivo resulta conmovedor, muy acorde con la leyenda de la caballería polaca, aquella que (dicen) cargó contra los Panzer de los nazis con fatales resultados para equinos y jinetes.

El Madrid, que ya pensaba en otra cosa, se vio desbordado por ese entusiasmo y fue incapaz de asumir cuánto se complicaba la vida. Tanto que tendrá que cerrar su clasificación en Lisboa o frente al temible Dortmund. Y no era un grupo este para imaginar proezas.

El partido, aunque extraño, tuvo algo de familiar. Las voces que se escuchaban en el campo eran las mismas que se pueden oír en el fútbol aficionado o dominguero, las peticiones de pase o las advertencias de peligro, las increpaciones y los lamentos con eco. Hay jugadores que hablan más que otros y siempre hay alguno insoportable que no para de hablar y dar consejos; en esto no hay distinciones entre el fútbol profesional y el patético. Eso sí, entre los alaridos no los hay más insufribles que aquellos que proceden del banquillo, generalmente de la garganta del entrenador. No se engañen. Si los futbolistas agradecen los estadios repletos, aunque sean enemigos, es porque les permite ignorar las indicaciones del míster. Quién sabe. Quizá fue el silencio lo que les despistó.

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