Imagino a muchos madridistas ateridos de frío y no hay más razones que las meteorológicas. El Real Madrid sigue siendo el mismo equipo de hace una semana, el mismo que mereció puntuar en Sevilla (probablemente ganar) y el mismo que mantiene intacta su candidatura para los grandes torneos en disputa, Liga y Champions. El mismo de la cuarentena sin derrotas. Comprendo que este juego despierta emociones extremas, y entiendo que lo contrario de la alegría ha de ser la pena y la frustración. Sin embargo, no veo razones para profundizar en el chasco. Es más, recomendaría no hacerlo.
En mi opinión, lo peor de perder en Sevilla fueron las críticas a Keylor y el inmediato suspiro por De Gea; el reproche a Benzema por la pérdida de un balón como tantos después de un partido formidable, el avieso cuestionamiento de Zidane. El ventajismo, en definitiva. Ese impulso autodestructivo es una amenaza más seria que los rivales que surgirán por el camino.
Se puede perder contra el Sevilla, aun jugando bien, y es posible que te venza el Celta si no haces un buen partido. No es un drama. Tal vez sea una advertencia, pero no un drama. Seamos serios. No hay drama que ofrezca una oportunidad de salvación a la semana siguiente.
Recuerdo, aunque ya no habrá voluntad de hacer memoria, que el Real Madrid, sin ser brillante, hizo méritos para marcar primero y alargó su dominio hasta el gol de Iago Aspas, minuto 63. A partir de ahí, el descontrol perjudicó a quien suele beneficiar. Ese intercambio de papeles indica la categoría del Celta, un equipo tan serio como su entrenador. El crecimiento de Aspas tampoco debe ser pasado por alto: siempre ha sido un buen futbolista, pero, de un tiempo a esta parte, ha conseguido adueñarse de los partidos, influirlos como sólo pueden hacerlo los más grandes.
No hay crisis salvo que haya voluntad de prender la mecha. Hay baches y están exactamente donde los señalaba el mapa.