Buena película y elogios desmesurados.
Casey Affleck frente a Michelle Williams y frente a la vida.

 

No todas las películas apetecen a todas horas. Hay algunas que exigen un cuerpo determinado, que es una forma de decir un ánimo particular. Manchester frente al mar pertenece a esa categoría. Quien la elija debe saber que le espera un drama de cocción lenta con ubicación en Nueva Inglaterra, lo que incide en el drama, en la cocción sosegada y, sobre todo, en el frío. Debe apetecer algo así, pasar frío, para disfrutar de lo que, sin duda, es una buena película. Es recomendable que el espectador conozca el paisaje antes para que disfrute de las vistas después. Y que se abrigue.

Lo que le espera es una historia sencilla de sentimientos complejos, sin más ornamento que el orden del relato: la tragedia que se descubre al tiempo que se muestran las secuelas. Descontado el director (o después de contar con él), el mérito de la película se apoya en la interpretación de Casey Affleck, protagonista principal y prácticamente absoluto (por cierto, nacido en Nueva Inglaterra). No hay actor que le saque tanto rendimiento a su inexpresividad y que nadie lo entienda como una crítica: no hay mayor dificultad que la sencillez. A su personaje se le notan todos los golpes y lleva unos cuantos encima. Sin embargo, lo que es un triunfo personal sobre la película se transforma en derrota cuando comparte plano con la inconmensurable Michelle Williams, especialmente en la escena más conmovedora de la película: el encuentro de ambos en una calle cualquiera y tiempo después de todo.

Manchester frente al mar es muy aconsejable si tienen el cuerpo adecuado: si sienten que su optimismo puede con cualquier cosa o si creen que su pesimismo se aliviará rebozándose en un drama superior. Tampoco es mala idea para quien tenga una manta abrigosa y no sepa qué hacer con ella.

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