Mala noche, mal final. Foto: UEFA.

Hay algo peor que llegar al final sin fuerzas: llegar sin suerte. Ahora, con la mínima perspectiva de los cinco minutos transcurridos, estoy por asegurar que jugamos el partido decisivo sin una pizca de fortuna en los depósitos. La habíamos agotado toda por el camino. España había alcanzado el último round con un imponente despliegue de pegada y joyería, pero también con un considerable viento a favor; hagan memoria y comprobarán que cada gol de Saúl corrigió un mal rumbo. Hoy, sin embargo, no se movió una hoja. Lo hubiéramos necesitado para igualar el marcador y prolongar el sueño. Una brisa, un soplido, el aire que corrige la dirección de los balones que se marchan fuera.

Además de faltarnos suerte, nos sobró Alemania. Hasta en los momentos en que parecíamos dos equipos frente al espejo, su reflejo salía favorecido. Presionaban mejor porque lo hacían con convicción (hay que creer en las revoluciones) y llegaban más lejos porque nos tenían más ganas. Da mucho placer tumbar al favorito, reivindicarse, gritar me lo merezco.

Lo perdimos todo en la primera mitad y todo lo que perdimos lo fueron ganando ellos. En primer lugar, la confianza. Jugamos mal y no les parecimos tanto, y luego ya no fuimos capaces de convencerlos de lo contrario. Lo tenemos todo claro menos el paso que va del mediocampo a la delantera. Ese sólo lo puede dar Ceballos y no lo dio nadie en el primer acto. Demasiado regalo para un gran enemigo.

Por cierto, no sé decir si hubo carambola en el gol alemán. Si el chico Meyer es capaz de repetir cabezazos semejantes habrá que irse olvidando de Mbappé. Hasta el momento, sólo había visto a Hansi Krankl cabecear con efecto, y de eso hacen ya dos o tres siglos. Si Gnabry, Arnold o Stark muestran siempre la misma contundencia, podemos aventurar sin asumir riesgos que coincidirán todos en el Bayern y darán bastante miedo.

No, no fue sólo que tuviéramos una mala noche. Nos enfrentamos a un enemigo poderoso al que no se podía hacer una sola concesión y le entregamos 45 minutos. Ahí nos ahogamos y cualquier explicación regresa al punto de origen. Tardamos en encontrarnos y luego fue demasiado tarde, demasiada angustia, muy poquita suerte.

El único consuelo es que nos sirva de experiencia para circunstancias parecidas, tal vez en otro partido trascendental y quizá en el Mundial de Rusia. Confío en que no lo olvidemos: antes de salir al campo hay que tantearse los bolsillos a ver si nos queda algo de suerte.

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