Zidane, en Alemania. Caballo blanco, observen.

Hay dos maneras de enfrentarse al Real Madrid y ninguna excluye rezar. La primera pasa por cerrar filas, protegerse en campo propio y fiarse de un contragolpe improbable o de un final loco. Así, más o menos, venció el Betis en el Bernabéu. La otra posibilidad es aceptar el intercambio de golpes y disfrutar del rato que se permanece en pie, que nunca suele ser demasiado. El Borussia Dortmund, tal y como ha demostrado en los últimos años, siempre elige la opción B. Que el rival salga con un ojo amoratado le compensa de cualquier resultado adverso.

El más beneficiado del romanticismo alemán es el público, que no encuentra un momento para atender sus necesidades primarias. Quien regresa del cuarto de baño sabe que se ha perdido una película del Oeste que nadie se tomará tiempo en explicarle. Y ni falta que hace. El desenlace, en la mayor parte de las ocasiones, favorece al Real Madrid. Correr y buscar la portería contraria son los impulsos naturales de un equipo que, desde hace bastantes años, no encuentra rival en los partidos que se transforman en duelos físicos. Pregunten a tantas víctimas.

Lo único extraño sucedió en los primeros diez minutos: Carvajal chupó cuando podía centrar y Cristiano centró cuando podía marcar. A partir de esta extravagancia se ordenó el cosmos. Bale marcó un golazo porque tiene talento para hacerlo y un empeine del 48. Su siguiente mérito fue una asistencia de las que haría colección si jugara más por la izquierda, gol de Cristiano.

Para Aubemayang cabe la gloria de amoratar un ojo del gigante. Mera ilusión. Cristiano zanjó la cuestión con un gol que los puristas reprocharán al portero, no les hagan demasiado caso.  La afición alemana se marchó feliz y la madridista mucho más. Zidane ha ganado en el Westfalenstadion y ha matado otro dragón, ya sólo le quedan lagartos y algún cocodrilo, traidores anfibios.