Manolete

Durante muchos años, rondarán los veinte, compartí redacción con Manuel Esteban y algunos menos, unos diez, fuimos también compañeros en El Larguero de José Ramón de la Morena, lo que estrechó nuestra relación. Esta última ocupación nos llevó a viajar juntos a bastantes ciudades que no soy capaz de recordar, las más de las veces traslados de ida y vuelta. Salíamos desde el periódico, nos montábamos en mi coche y, ya fuera noche o madrugada, manteníamos conversaciones un tanto caóticas sobre la profesión y sus alrededores (generalmente, pesimistas) que yo trataba de ordenar preguntando a Manolo por Luis Aragonés, Javier Clemente o por el propio De la Morena. Gente sobre la que quería saber más. Sus opiniones saltaban de unas cuestiones a otras y se trufaban de un sinfín de dichos que sólo él decía y que eran libérrima fusión de refranes conocidos. Aunque no era fácil seguirle el hilo, y menos aún hacerlo sin sonreír, había en sus reflexiones una verdad de sabio loco o de niño inocente que me permitían indagar en esos personajes que llamaban mi atención y que a la vez me descubrían la personalidad de Manolo, al que siempre noté, en su forma de comportarse, con la prevención de los perros que un día fueron apaleados. Manolete, y hablo del periodista, vivió bien, cuanto pudo y le dejaron, pero no siempre se le trató con la consideración que hubiera merecido. Siento que una vez convertido en caricatura —supongo que con su plena autorización— se le negaron otros perfiles y diría que eso le dolió siempre. Detrás del disfraz había un periodista con una amplísima experiencia que pasó al olvido, y más allá de la máscara y el profesional, un ser humano tan complejo y tan básico como cualquier otro que, en su caso, encontraba la felicidad en los viernes que no trabajaba. En cada viaje me relataba cómo sería su próximo viernes, no muy distinto del anterior, basado en disfrutar de su hija, de su mujer y de su casa. 

Ahora me viene a la memoria una noche en Ponferrada, adonde llegamos muy justos de tiempo. Manolo preguntó a un paseante por el lugar donde se celebraba el programa y al paisano se le iluminó la cara cuando lo reconoció. Y el efecto era el mismo con cada persona que se encontraba por la calle. Con independencia de su acomodo en la profesión, era una persona querida que, en el trato directo, disfrutaba de ese cariño popular reservado a unos pocos, y no por ser influyentes o famosos, sino por ser de verdad, por transitar sin coraza y sin estúpidas vanidades. Tengo la impresión, ahora más triste que nunca, de que ese filón quedó por explotar. Un buen periodista, sea lo que sea eso, es poca cosa en comparación con uno querido. 

En el gremio del periodismo deportivo, con el mismo índice de matones y graciosos que en el aula de cualquier colegio, era fácil burlarse de Manolete, por distinto y por desguarnecido, pero era difícil no quererle. Resultaba entrañable verle teclear con entusiasmo en la redacción o, ya por la noche, garabatear en su cuaderno de detective fichajes alucinantes y alucinógenos que luego contaría al final de El Larguero y que en ocasiones me comentaba con la mayor confidencialidad, temiendo que alguien pudiera copiárselos. Su intervención, que precedía a la mía, me aplacaba los nervios cuando hacíamos el programa en directo y delante de público. La gente ya estaba rendida cuando me tocaba hablar a mí.

Supe poco de él cuando dejamos de compartir radio y periódico. Me enteré de su jubilación y quiero pensar que entonces, a pesar de los achaques, la mayoría de los días se le transformaron en viernes. Lo habría merecido. No creo que esos enormes pies de gigante bueno hubieran pisado a nadie jamás.