
Miradas profundas, bichos livianos.
Las películas de extraterrestres, y ruego que acepten una clasificación tan simple, tienen un problema fundamental: los propios extraterrestres. En cuanto aparecen en la pantalla, la historia se agrieta dramáticamente. Hay contadísimas excepciones. Spielberg nos mostró en ET lo que podríamos denominar como un marciano arquetípico: enano, tirando verde y con cierto sentido del humor. Nunca hubiera funcionado como amenaza, pero funcionó como peluche. El problema sobreviene con los alienígenas que no sonríen. La experiencia nos dicta que la mejor manera de mostrar a un extraterrestre inquietante es ocultarlo. Lo pudimos comprobar en Alien. La tensión es máxima cuando el visitante se insinúa, pero, al igual que sucede en otras muestras del género, decae cuando descubrimos que tiene aspecto de mantis religiosa, de lamprea o de pez abisal. Esa burda asociación del marciano con un bicho repugnante ofende a la imaginación además de a los propios marcianos.