Cuando el próximo 26 de mayo se dispute la final de la Champions, probablemente con presencia del Real Madrid (estimación estadística, no sentimental), el partido contra el APOEL nos parecerá de otro siglo. A excepción de los chipriotas y los asistentes al estadio (japoneses debutantes), nadie recordará el rival de la primera noche salvo que consulte las fuentes adecuadas. No le quiero restar importancia al encuentro, pero convendrán conmigo que hay partidos que sólo son memorables si se pierden. Y en este caso, la derrota era una improbable extravagancia por el simple motivo de que Cristiano tenía hambre y el APOEL carece de colmillos.
Me dirán ustedes que Cristiano siempre está hambriento, y es muy cierto: su tenia (o solitaria) es de la familia de las anacondas. Sin embargo, esta vez se le acumulaban las dedicatorias después de 28 días sin vestirse de blanco, y ya hemos dicho por aquí que nada estimula tanto a los futbolistas como cerrar bocas (a los periodistas, a los jueces, a Montoro).
El primer gol dio la razón a todos los que claman en el desierto por la reubicación de Bale en su posición natural, la banda izquierda. No tiene ningún sentido que el entrenador, ya sea por criterio personal o por no incomodar a Cristiano, le ponga bozal a una zurda tan prodigiosa. El esquema es más sensato cuando el goleador juega de nueve y el extremo por la banda que le corresponde. Lo que fue una asistencia sutil para el gol de Cristiano se hubiera convertido, desde la otra banda, en un jugada barroca y probablemente inútil por el recorte y la pérdida de tiempo.
Admito que reivindicar los extremos es un síntoma de la vejez tan inequívoco como aplicarse crema de manos en las manos o de pies en los pies, pero tal vez los viejos tengan razón en esto. La hierba del Bernabéu es demasiado tentadora como para dejar zonas sin pisotear.
Cristiano hizo lo posible por marcar goles y sospecho que dos le parecieron pocos, él esperaba cien o doscientos. Esa ansiedad le perjudica, aunque no lo sabe porque nadie se lo ha dicho. La única manera de invocar a los goles, como a los amores galantes, es hacerles creer que se podría vivir sin ellos.
Sergio Ramos es más selectivo en estos trances. Sólo se dispara cuando nota que la pelota le guiña el ojo, cosa que suele suceder en los tramos finales, cuando los balones se desmelenan. Suyo fue el tanto que cerró una noche de tantas que sólo cobrará valor si abre el corchete de una nueva Copa de Europa, algo más que probable, aunque no seré yo quien les diga que dejen de tocar madera.
Sergio Ramos suele dispararse en todos los partidos. Concretamente, a uno de sus pies. Siempre hace «una de las suyas» y, en ocasiones, en muchas ocasiones, «una de las buenas».