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Mes: mayo 2016 Página 1 de 2

Juanfran no es el único que sufre (reflexiones post-Champions)

Johnny Metgod o los tiempos en los que estaba todo claro.

Johnny Metgod (primero por la izquierda, de pie) o los tiempos en los que estaba todo claro.

Cada vez que alguien me pregunta en las redes sociales de qué equipo soy intento escurrir el bulto. Agradezco el interés, pero no lo considero un asunto relevante. Si lo dijera, y peor aún si lo pregonara, condicionaría la visión de quienes leen lo que escribo y sospecho que ya no me libraría de su prejuicio. Todo va razonablemente bien mientras haya lectores que duden de mi filiación y no falten los que me acusen de ser lo que nunca he sido.

Esta primera reflexión se conecta con otra que me tiene medio inquieto desde la final de la Champions. Aunque para proseguir la explicación debo descubrirme y admitir que soy madridista. Lo soy del mismo modo que me considero católico, sin poder de elección y con sentido crítico, pero sin pretensión de borrarme.

Viva el fútbol, aunque mate

Ante la tesitura de empezar por el campeón o por el derrotado, y con los penaltis todavía humeantes, dudo más bien poco: la desgracia que persigue al Atlético es más relevante, como fenómeno de la naturaleza, que la undécima Copa de Europa del Real Madrid. El destino (o quien sea) ha querido que el Atlético sufriera en sus tres finales la aniquilación que más duele hasta alcanzar, al tercer intento, la última frontera del quinto penalti. No la imaginen, porque no cabe mayor tortura.

Mientras el campeón se baña en gloria y honores, me siento en la obligación de no perder de vista al Atleti. Ya no hay duda de que su problema tiene que ver con la suerte. Igualado el hándicap del gol inicial, del talento, del presupuesto y de la inercia de la historia, el Atlético se la jugó en la ruleta rusa de los penaltis y volvió a perder. Alguien no quiere que gane. Y será mejor resolver ese asunto antes de volver a la carga.

Entre las curiosidades de la final quedará que los dos mejores porteros del campeonato, a los que sólo se pudo batir con remates a quemarropa durante el tiempo reglamentario, no pararon ningún lanzamiento en la tanda decisiva. Oblak, concretamente, lo intuyó todo al revés. Para él quedará un desconsuelo especial, el mismo que arderá dentro de Juanfran, que estrelló su tiro al poste y todavía a estas horas pide perdón.

Que Cristiano, desconocido durante todo el partido, consiguiera el gol que vale la Copa también debe significar algo, aunque en estos momentos no consigo adivinarlo. Lo que tengo por seguro es que con los rezos de Keylor habría que editar un catecismo.

Si conseguimos abstraernos de los penaltis (sé que es mucho abstraerse), podemos concluir que partíamos de una premisa falsa: el Real Madrid tiene mejores futbolistas y el Atlético, mejor equipo. La simplificación, como tantas veces, es errónea. El Madrid no cuenta con un equipo peor que el Atlético. Quizá sea más perezoso o más inconstante (tal vez sude menos), pero en ningún caso es inferior. Aceptado eso, las opciones del Atlético se reducían dramáticamente. De todas las posibilidades que ofrecía la final, sólo había una que le favorecía: marcar primero. Como en Lisboa. En ese supuesto, el Atlético podría explotar sus virtudes defensivas y su contragolpe genético, exactamente como en Lisboa, aunque sin los achaques de entonces. Bien, pues marcó el Madrid antes.

Desde ese momento, la final se convirtió en un Everest para el Atlético. Se repuso y dominó el juego, pero le costó muchísimo imaginar el gol del empate. Sin la supremacía aérea de otro tiempo (inferioridad, actualmente), el equipo necesitaba una ayudita del destino. Y la recibió. El golpe de suerte lo recibió Fernando Torres en el tobillo. Sin embargo, cuando más felices se las prometía el Atlético, Griezmann falló el penalti.

Fue volver a bajar, para volver a subir y para precipitarse de nuevo. Carrasco (excelente) empató la contienda y el Madrid, superada la conmoción, resurgió otra vez. Fue así durante 90 minutos y durante la media hora de prórroga. Altibajos en los que siempre emergió el trabajo de Casemiro y Gabi, colosales ambos.

No hay mucho más que decir. Las palabras sobran cuando de lo que se trata es de festejar o de olvidar. Viva el fútbol. Aunque mate.

La final que podría ser (resoplen)

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Recién comenzado el partido (y digo recién), el desarrollo del juego se ajusta milimétricamente al plan de cada entrenador. En el caso de Simeone, los últimos entrenamientos han servido para repasar los apuntes del curso, de los últimos cinco. La transcripción no es literal, sólo espiritual: “Esperamos a que vengan. La presión la marca Gabi, pero sin volvernos locos, ya saben, no jodan. Y cuando ellos tomen aire, les volvemos a apretar el cuello. Robamos, salimos volando y regresamos con la misma velocidad. Que se desarmen ellos, que piensen ellos; nosotros ya lo tenemos todo pensado. Y cojones, claro”.

Zidane, algo huidizo en los últimos días, ha esperado hasta la víspera para comunicar a los futbolistas su idea. La reproducción es leal, pero no fiel: “Se esperan que dominemos y que tomemos la responsabilidad del juego. Si lo hiciéramos el Atlético se sentiría muy cómodo, agazapado a la contra. Bien, pues les cambiaremos el paso. Les entregaremos el balón. Que lo jueguen, que pasen, que se preocupen ellos de nuestro contraataque. Les recordaremos que nosotros vamos ganando; diez a cero si hablamos de Copas de Europa. Y pelotas, claro”.

Al cumplirse los primeros treinta segundos, el balón sólo ha avanzado medio metro, impulsado con cierta desgana por Griezmann a la orden del pitido inicial. Transcurrido un minuto, el reluciente Adidas Finale Milano sigue exactamente en el mismo sitio. El Real Madrid bascula en su campo y el Atlético aguarda en el suyo, atentísimo a los ajustes.

Al cuarto de hora estamos en condiciones de sacar las primeras conclusiones: el juego no es lucido (no es), pero la limpieza es digna de mención. Ni faltas, ni protestas. La pulcritud, aunque encomiable, no tranquiliza al árbitro. Tampoco el público parece muy relajado, especialmente el sector madridista mayor de cuarenta años (los otros todavía mensajean a través del móvil: «partidaz0», «espectáculo», emoticonos…). Entre los hinchas atléticos, calma general. Las decisiones del Cholo se cuestionan poco o se justifican fervorosamente: no es mal resultado, se la va a jugar en los últimos cinco minutos y, además, así nos aseguramos que el árbitro no nos va a perjudicar; está bien pensado.

Una parte de la grada, por pura broma, comienza a soplar en dirección al balón, incluso los que ya han soplado mucho. A falta de otro entretenimiento, le contesta la parte contraria. Qué tontería, dicen los escépticos. Qué barbaridad, suspiran los expertos eólicos. Sin embargo, diez minutos después el balón se inclina dos grados y se acomoda en la estrella de su mejilla derecha.

El hecho es tan sobresaliente que se repite en los videomarcadores. Observado el prodigio, la reacción de la gente es la esperada: sopla más fuerte. Al poco, el contagio es colectivo. Sopla el árbitro, por hacer algo, soplan los entrenadores por no ser menos y soplan los futbolistas; los del Atlético sin descuidar las marcas.

Hasta que ocurre lo inesperado. De repente, en mitad de la tempestad de bufidos, sopla el viento y marca gol. No diré en qué portería. Y no es por falta de voluntad. Es porque no soy adivino.

Anoche no fue ese día (crónica predictiva desde Góndor)

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Por Pablo García, alumno del Master CID de la Universidad de Salamanca

Durante los días previos a la final, se decía que el fútbol le debía una al Atlético de Madrid. El balompié seguirá en deuda. Porque el Real Madrid, igual que Aragorn en el Retorno del Rey, dijo anoche: “Hoy no es ese día”.

Como en la epopeya de Tolkien, el equipo blanco tuvo su héroe en la criatura más inesperada. Borja mayoral fue el Frodo Bolsón de la escuadra merengue. El canterano con un cabezazo, que sonó a fado lisboeta en la pasarela de San Siro, pasó en el minuto 90 de telonero a estrella de rock. Un testarazo a la salida de un córner, servido en bandeja de plata por Modric, que sirve para entonar el undécimo bis europeo.

Llorar de alegría (precrónica con los dedos cruzados)

Madrid-Milán, en la calle.

Madrid pasa el sábado por esta calle. No se apelotonen.

Por Dani Cerdeña (@DaniCerdena), alumno del Master CID de la Universidad de Salamanca)

Jan. Juanfran. Diego. Jose María. Stefan. Filipe. Saúl. Tiago. Koke. Gabi. Yannick. Antoine. Ángel. Fernando. Y el cholismo. Quince nombres propios dirigidos por su director de orquesta desde un prisma analítico. En cada entrenamiento. En cada comida de grupo. En cada charla en vestuarios. En cada encuentro amistoso u oficial. Cinco años después, el partido a partido cobra su máxima expresión con Milán como testigo. San Siro, templo histórico del milanismo, ha servido como invitado de lujo de un nuevo campeón de la orejona: el Atleti.

Del pupas al campeonísimo de Europa. Del fracaso al éxito. El mejor colectivo futbolístico dibujó su final soñada ante su eterno rival. Un Real Madrid que fue vengado por los colchoneros de la manera más retorcida posible: Saúl Ñiguez, un diamante de la casa, se disfrazaba de Sergio Ramos para elevarse como un gigante a la salida de un córner y rubricar una final soñada. Y en el descuento. Hoy llora el Manzanares. Y el Calderón. Y los colchoneros de todo el mundo. Pero de alegría. Los Reina, Melo, Capón, Abelardo, Heredia, Eusebio, Ufarte, Aragonés, Gárate, Irureta, Salcedo, Courtois, Miranda, Raúl García, Diego Costa, Villa, Adrián, Sosa y Alderweild dan las gracias. No fue a la primera, ni a la segunda, ni tampoco a la tercera. Pero sí a la cuarta. Hoy, 28 de mayo de 2016, decimos con orgullo: “Sí, papá. Somos del Atleti”.

El Sevilla lo tuvo en la mano y el Barça se lo llevó

Que el balón sea un cuerpo esférico de carácter ingobernable, y que el mundo sea un balón de mayor tamaño (evidentemente pinchado), debería servirnos para entenderlo todo, incluida la final de la Copa del Rey. La diversión de una pelota es cambiar de cara en cada giro. Asumido que el engaño es consustancial al fútbol, la única defensa del fútbol es engañarnos a nosotros.

El Sevilla ganó al espejo

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Lo primero fue tener personalidad. Elegir una. Gustarse y gustar. Insistir en la idea. Aceptar el tamaño. Descubrir un lugar y encontrar una música. Después vino el resto, la joyería. Cinco Copas de la Europa League. Con unos y con otros, pero con algo inalterable: la personalidad.

El asombro de la primera mitad es que el Liverpool intentó suplantarla. La confusión duró un buen rato y estuvo cerca de prologarse una eternidad: vestían de rojo, mordían igual, se apasionaban lo mismo. Hasta que el Sevilla entendió que no hay imitación que resista al original. Y se acabó la guasa. Que hagan esto, si pueden. Y no pudieron.

Se puede copiar todo menos el talento. Tampoco se puede calcar la inercia. Ni los amores. Y cuando un torneo te quiere no hay tropiezo que no te conduzca a sus brazos. Dos manos, dicen. Tres incluso. Las que gusten. La que cuenta muestra cinco dedos y se llama manita. Felicidades, Sevilla. Por encontrarte. Abajo las penas y las palmas arriba.

Liga devaluada (con perdón)

Seamos honestos, el título de Liga está devaluado. Lo está cuando lo ganan Barcelona o Real Madrid, lo que viene a ser casi siempre, y las excepciones, tres en este siglo, sirven para confirmar la regla. Para comprobar que el título está devaluado (sobrevalorado, si lo prefieren) es suficiente con observar la celebración, cada vez más impostada, de las respectivas aficiones, dócilmente coreografiadas por los clubes. Nada extraño, por otra parte. Cualquier cosa que se gane 32 o 24 veces deja de ser, forzosamente, extraordinaria.

Barça, un campeón sin intriga

Una de las cosas que distinguen la edad adulta de la juventud es que, con los años, te conformas con la emoción. Llevado al fútbol (y al amor) sería como darse por satisfecho con un balonazo al poste. Hubiera sido mejor el gol, teóricamente, pero el estallido en el palo da para consolarse durante una vida entera. Estarán de acuerdo conmigo todos los veteranos que todavía salen los jueves por la noche.

Guardiola, éxito o fracaso

La pasada semana, después de la eliminación del Bayern ante el Atlético, Santiago Segurola publicó en Marca un interesante artículo que titulaba: “Guardiola y las antípodas del fracaso”. El título ya resulta bastante descriptivo y la argumentación, del máximo interés (quiero insistir), sigue la misma línea, impecable en el desarrollo y discutible en el juicio final. Como mi osadía sólo es comparable a mi ignorancia, me permití el lujo de disentir y así lo hice público en Twitter, por hablar de algo. Ni qué decir tiene que me encontré con adhesiones inquebrantables y con críticas clorhídricas, casi en la misma medida. También hubo quien me pidió (uno, creo) un razonamiento más extenso que la simple disensión y aquí voy a exponerlo.

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